La primera vez, cuando vi a Marcela estrellada entre las piedras descubrí que una foto puede congelar un instante en el tiempo. Tuve esa pulsión por sacar esa foto, quedarme con algo de ella. Mientras corría desesperado entre el viento y la arena, pensaba que nunca la volvería a ver, en que nunca la escucharía otra vez, pero también que nunca podría decirle «Perdóname, yo te amo de verdad». Creo que sólo un fotógrafo es capaz de entender por qué regrese…

Sabía que jamás podría apreciar sus fotos con ella, que nunca podría admitir que siempre admiré su obra, que tal vez nunca lo hice por celos, por ese orgullo de autor que tanto daño me hizo, que me llevó a perderme en el trago, a construir un pedante castillo de lentes, modelos y grandes contratos, mientras ella simplemente guardó sus fotos, sin mostrarlas, sin darse ese espacio para ser la gran artista que era.

Pero cuando saqué esa foto, entonces apareció Sara.

Por primera vez, tenía que sacar una foto mía, no pedida por un cliente, no pagada por la maquinaria publicitaria que mata al arte… por primera vez tendría que capturar la belleza del momento.

El problema es que esta belleza, esta gran epifanía final me abrumó.

Ver a Sara, entrando al mar fue un momento final en mi vida, pero también el inicio de mi viaje.

Ese día, Sara se llevó el color con el mar, y descubrí que la única forma para conservar un momento por siempre, es simplemente dejarlo ir.

Ahora ya no hago fotos, simplemente dejo que ocurran, con mi vieja cámara de fotos análoga, en blanco y negro.

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